Opinión

Escarceos en torno a la verdad (Lucas Gavilán)

Sin haber fumado nada raro, en medio de esta profunda crisis económica cual junco a merced de una corriente subyugadora y letal y sin ganas de pensar en las cosas del ayuntamiento, presa de la inconsciencia,  como si no tuviese decenas de problemas más importantes que resolver, hoy,  sin saber por qué me digo a mi mismo: La verdad, ¿qué es la verdad?

Intentando asociar ideas al respecto y apelando al acervo cultural universal, me vienea a la mente Kierkegaard, que en su diario íntimo, confesaba: “Es preciso encontrar la verdad, y la verdad es para mí la idea por la que esté dispuesto a vivir y a morir”. Desde que leí esta lapidaria sentencia, y salvando las distancias, al igual que Kierkegaard, he intentado infructuosamente encontrar la verdad. Para ello he buscado en los libros, en el rostro de mis semejantes, en los templos, junto a las banderas, en la contemplación de los vertiginosos espacios infinitos del universo, en las selvas más recónditas, en las grandes urbes, y en los desiertos más lejanos. Hasta que, un día, cansado ya, cayó en mis manos un libro de San Agustín, en cuyo interior, abriendo una página al azar pude leer: “No vayas mirando fuera de ti, entra en ti mismo, porque la verdad habita en el interior del hombre”. San Agustín templó y apaciguó una sed de verdad que equivocadamente trataba de saciar con un vida errante, y me proporcionó la posibilidad de un camino interior de contemplación y búsqueda que hasta esa fecha desconocía.

Más tarde, hablando con un buen amigo que apenas conozco y al que considero una de las mentes más esclarecida de toda Ronda, me dijo que existe una verdad antropomórfica que, aunque menor, es entendida y asumida como única e imprescindible ley que permite la comunicación y las relaciones entre humanos, puesto que, cada vez que hablamos con alguien presuponemos que dice la verdad, ya que si presupusiésemos lo contrario, es decir, que miente, las relaciones resultarían imposibles, y sin comunicación, dichas relaciones desaparecerían. Por lo tanto, se trata de una verdad fraterna aceptada mutuamente con el objetivo de facilitar el entendimiento con el prójimo, y una vez asumida y superada, nos sitúa en la senda de otra verdad de mayor rango, que en su concepción podría estar desligada de los hombres. No somos el centro del universo, por lo tanto, con toda probabilidad tampoco seamos el centro de la verdad. Aun así, buscamos una verdad hecha a nuestra medida, a nuestra imagen y semejanza, que aparte y destierre de nosotros la angustia existencial y nos insufle calor en esos momentos contemplativos en los que nos exponemos a la fría soledad que nos provoca la inmensidad de los espacios infinitos. Una verdad luminosa que nos aporte esperanza más allá de nuestra finitud humana.

Pero indaguemos un poco más, inquiramos en la medida de lo posible que el concepto se las trae. “¿Qué es la verdad?”, preguntó Poncio Pilato a Jesús, ante la incapacidad de entender y afrontar una verdad que le sobrepasaba. No sin razón dijo Nietzsche: “¿qué dosis de verdad puede soportar un hombre?. A veces, pienso, que si la verdad nos fuese revelada, ésta acabaría cegándonos. Aun así, Cicerón afirmaba que la naturaleza ha puesto en nuestras mentes un insaciable deseo de ver verdad. Y llevaba toda la razón, de no ser así, jamás hubiese escrito este aburrido artículo. Estamos pues, atrapados, entre el deseo ingénito de verdad y nuestra incapacidad humana de encontrarla o de llegar hasta ella. He aquí el génesis de la angustia vital humana, diga lo que diga Freud y los que posteriormente le han seguido. Pero lo que nadie duda es que la verdad guarda una íntima relación con la libertard porque ésta la provoca. “…. la verdad os hará libres” Juan 8:32. Saco esto a colación por lo de la angustia, por la aparición de un nuevo matiz muy interesante. En este caso la angustia se transmuta en miedo, miedo a la libertad, puro vértigo. “La angustia es el vértigo de la libertad”, Kierkegaard.

El ser humano actual, acuciado y compelido por la inmediatez, presta su atención y agota su energía en lo concreto y lo tangible, y desecha y obvia lo trascendental en base a su intangibilidad y a su poca repercusión en la vida diaria. Y de esta forma, la vida humana acaba convirtiéndose en un monótono discurrir de días, mese y años, a la deriva y a merced del incesante retorno de lo cotidiano, que acaba subyugando nuestra verdadera esencia y nos convierte en seres fragmentarios, insatisfechos y anhelantes de un destino totalizante. Pero, es quizás, la expulsión de nuestra vidas de lo trascendental, la rotura del nexo que nos une, el factor que más contribuye a que este mundo sea cada vez más un lugar inhabitable.

Esta entronización de lo material, y más bien de lo concreto, sustentada sobre el abandono y la banalización de lo trascendental está llevando a nuestra sociedad a un relativismo vital que nos convierte en seres hedonistas e individualistas inmersos en un existencialismo que cada vez se torna más opresivo e insoportable. No sin razón dijo Ralph Waldo Emerson que toda violación de la verdad es una puñalada en la salud de la sociedad humana. La tradición judeocristiana de la que somos hijos separaba cuerpo y alma, pero muchos de nosotros han llegado un poco más allá mediante la negación de la existencia del alma, y afirman mediante un existencialismo sin esperanzas que sólo somos cuerpo desprovisto de alma: la deshumanización más absoluta. Cuando en verdad somos cuerpo y alma indivisibles e interactuando constantemente. O al menos así lo creo. Hemos desterrado de nosotros una parte de nuestro ser y nos hemos convertido en seres sin luz que caminan perdidos por el mundo.

Pero, dejando de un lado elucubraciones intelectualoides por las que me podréis tachar pedante, y con toda razón, que con toda seguridad a nadie interesa, incidiré en el interrogante que plantea la frase inicial de este artículo: ¿Qué es la verdad?

Si de algo estoy seguro, es que el camino para llegar a la verdad debe ser individual y nunca colectivo. “La razón es social; la verdad individual”, decía Unamuno con toda la razón del mundo. A Lord Byron, la verdad le resultaba algo extraño: “Es extraño, pero es verdad, porque la verdad es siempre extraña, más extraña que una ficción”. ¿Intuía que la verdad tal vez no era humana y de ahí su extrañeza? Quizás, porque la verdad no es de este mundo. Pascal, aseguraba que a la verdad se llega no sólo por la razón, sino también por el corazón. Por lo tanto, y ante mi incapacidad científica para entender la vida y el alma , me decanto por una verdad que no es de este mundo a la que tan sólo podemos llegar a través del corazón. Y con este vehículo, el único que mi pobre cuerpo mortal me ha otorgado, a riesgo de equivocarme me atrevería a definir la verdad como un axioma todo abarcante capaz de explicar la existencia.

Llegados a este punto la verdad se convierte en una verdad mayor, ligada a Dios, que se potencia a sí misma y adquiere una nueva dimensión más humana y esperanzadora. La verdad inherente a Dios se puede entender como un estado superior de conciencia que nos transporta a una nueva dimensión de enorme paz sin dolor ni muerte donde se encuentra la respuesta a todas las cosas. Una serenidad infinita basamentada en la luz y el amor que nos llega de todas las cosas y vuelve a todas las cosas. Ya lo dijo Gandhi: “La verdad no es otra cosa que Dios”.

Espero que mis palabras os hayan servido para ver el asunto desde otro punto de vista diferente, y algunos, con toda razón, entre tanto, pensaréis que en ningún momento he dicho nada nuevo sobre la verdad; pero esto es algo completamente imposible ya que el camino para llegar a la verdad, como en algún momento de este artículo, ha salido a relucir, es tan personal que cualquier cosa que digan los demás no deja de ser meras referencias no vinculantes en nuestro camino. “Solos nacemos, solos morimos, y en soledad somos los únicos responsables de nosotros mismos y de nuestras acciones”, según este vecino del que hablé al principio. Que estas acciones vayan encaminadas a la búsqueda de la verdad es el matiz y la decisión esperanzada que puede salvar a un hombre de sí mismo y del mundo.


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