Estambul es una maravilla. Es el lugar donde se edificó la mayor cúpula levantada por el ser humano en mil años, construida en sólo seis años. Es el imperio que cayó porque los invasores otomanos cogieron en brazos sus barcos y los llevaron del otro lado de la orilla. Es la ciudad del Topkapi, la más maravillosa construcción árabe tras la Alhambra. Es la ciudad de Mustafá Kemal Ataturk (literalmente, Mustafá el Perfecto, el Padre de los turcos), un militar que, a mediados del siglo XX cambió radicalmente el país, olvidó el islamismo para hacerlo democrático, moderno, pacífico y secular.
De algún modo, Turquía, por lo menos Estambul, no parece compartir el recelo que trasluce el Islam contra todo lo no–musulmán. Quién sabe si será la mano de Ataturk, pero la modernidad de sus gentes no se limita a unos moritos de pelo engominado, zapatos a imitación de cuero negro, calcetines blancos y una camiseta falsa del Barça. Su actitud no es machista, bravucona o pendenciera, ni molestan a las mujeres al pasar con comentarios obscenos. Son moros modernos que, hace mucho, superaron el estereotipo del moro moderno.
Esto significa que las mujeres pueden llevar velo islámico, o no hacerlo; que las turistas pueden pasear con los hombros al aire y vistosas gafas de sol sin riesgo de que nadie les fije un precio en camellos. Afortunadamente, no significa que se les impida vivir de acuerdo con su ley islámica. Quienes lo deseen, pueden arrodillarse cinco veces al día para rezar a Alá. Como musulmana que es, desde todos los puntos de Estambul se oyen las llamadas a la oración por el almuédano a través de un rudimentario sistema de altavoces, que se activan cinco veces al día, en las horas pertinentes para el sermón del Imán.
Esta costumbre religiosa se vive con tanta normalidad como el doblar de las campanas católicas a mediodía para el rezo del Ángelus, que es atendido por feligreses y supersticiosos. Las gentes se dirigen a sus destinos ordenada y bulliciosamente por las calles, cuidando de no arrojar nada al suelo. Los taxis, que se abren paso a duras penas por entre los tranvías del interior de la Muralla de Constantinopla, o que rodean trabajosamente la Torre de Gálata, dan un aire de convivencia poliédrica a Estambul que invita a pasearla, despreocupado, mirando los edificios apretujados de la calle.
Y todo esto es tan mágico, que extraña cómo, al alejarse de Santa Sofía y de la Mezquita Azul ascendiendo la vía Fevzipasa, uno sienta evaporarse el colorido de las ropas veraniegas y brotar una súbita desconfianza. De repente, dos personas que se cruzan por la calle ya no pueden mirarse a los ojos y el ambiente es el de la tierra hostil.
Estas son las sensaciones al penetrar en el Distrito de Fatih. El sentimiento de transportarse a otro lugar, o remontarse en el mismo sitio siglos atrás. Los hombres visten túnica y barba y se saludan con el Alaho Akbar (Dios es Grande), tristemente célebre por ser la frase usada por los terroristas suicidas inmediatamente antes de inmolarse. Toman té y fuman en pequeñas banquetas apostadas en bares a pie de calle para escrutar a los transeúntes. No se miran, ni hablan. Al caminar, arrastran los pies. No hay mujeres en las calles de Fatih, salvo algunas que salen de la Mezquita y se dirigen apresuradas hacia casa, ocultas debajo de un burka negro o un chador, en los mejores casos. La Mezquita, con una larguísima historia, corona el punto más alto del distrito, como un faro o una comisaría. Desde ella, descienden las mujeres que parecen no tener pies, como fantasmas, que levitan hasta desvanecerse al girar por una esquina.
Hay más de cien mezquitas en Estambul. Casi todas ellas, más solemnes, más accesibles, con mayor capacidad, más tradición o, simplemente, más bonitas y coquetas que Fatih.
Entonces, ¿por qué se celebraron los funerales de los fallecidos en el ataque del ejército israelí a la “Flotilla de la Libertad”, en un clima de guerra e integrismo, dentro de la Mezquita de Fatih?
Me pregunto por la expedición de barcos salida de Turquía con rumbo a Palestina con ayuda humanitaria; que el ejército de Israel abordó violentamente, matando a una decena de personas. ¿Por qué ese lugar simbólico de Estambul?
Querría saber si fue sólo el lugar más inoportuno o una meditada decisión. No por ser pro, ni antisemita, por la memoria de los muertos o porque me angustien las acusaciones de The Guardian, Libération, o Dominique de Villepin en Le Monde contra Israel.
Sólo por el mero e intrascendente anhelo de, entre tanto odio, saber algo de la verdad.