Es sorprendente la capacidad que tenemos los seres humanos para complicarnos la vida. Nos empeñamos en cambiar aquello que no está a nuestro alcance y, sin embargo, esperamos a que el destino, nuestra pareja, el azar, nuestra familia, cualquier desconocido o, en definitiva, otro hecho o persona ajenos a nosotros mismos, venga, irrumpa y modifique todo aquello que no encaja, que no nos gusta o es motivo de tristeza, ansiedad o infelicidad en nuestro día a día. Nos quedamos pasivos, expectantes y, como si de seres inertes nos tratásemos, esperamos a que algo sencillamente cambie, pasando por alto el hecho de que, al igual que hay cosas que no podemos controlar, muchas otras tan solo pueden ser diferentes si decidimos que lo sean y, consecuentemente, despertamos, nos levantamos y actuamos.
No pretendo defender con ello la idea de que nuestra felicidad dependa exclusivamente de nosotros mismos. Obviamente, si decidimos convivir en sociedad y por el contrario no optamos por vivir en la soledad del anacoreta, en nuestro día a día, en nuestro estado de ánimo o incluso en el modo en que decidimos llevar a cabo nuestra existencia influyen desde la situación externa que nos ha tocado vivir, quizá por el simple hecho de nacer en un país determinado, o en el seno de una familia determinada, hasta la situación social, política o económica, pasando por nuestro trabajo o la ausencia de este, por nuestra unidad familiar, la salud, o la sociedad en sí misma.
Todo nuestro yo se forma con partes de todo ello, de la educación que hemos recibido, de las experiencias que hemos vivido, de los errores. Al fin y al cabo, tal y como decía Ortega y Gasset “yo soy yo y mis circunstancias”. Ahora bien, debemos compensar el peso e importancia que le otorgamos a cada una de dichas variables, puesto que no todo son circunstancias ni todo el mundo responde del mismo modo ante las mismas. Hay personas que ante la adversidad se derrumban y, sin fuerzas, se dejan llevar por la tristeza o por la simple hipótesis de que nada puede cambiar. Otras, sin saber cómo ni porqué, afrontan los problemas como si de retos se tratasen, con la cabeza alta y fría, dándose la oportunidad de equivocarse y pensando que siempre todo puede ir mejor. Las circunstancias pueden ser las mismas o incluso éstas últimas peores, más dramáticas o complicadas y sin embargo, los resultados probablemente sean muy diferentes dependiendo de la mirada que decidamos ofrecer. Así, por encima de todo se encuentra nuestra perspectiva, nuestro modo de comprender y enfocar la realidad que nos rodea, la mirada que a través de los años hemos ido formando sobre nuestro ser, sobre la vida y sobre todo aquello que nos hace sentir que merece la pena seguir respirando.
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