En cualquier lugar de Chiapas puede emerger, de repente, un muro en el que se lea “la Tierra, para el que la trabaja”. Lo dijo Zapata y lo repiten con angustia los zapatistas.
Emiliano Zapata, el general revolucionario de los Ejércitos del Sur, que firmó hace 100 años en Ayala el manifiesto de la Revolución Mexicana y que luchó de la mano de Pancho Villa para que “los mejicanos, que no eran dueños ni del terreno que pisaban, obtuvieran fundos legales de sembradura o labor”.
Lo asesinaron, como a tantos otros, para eliminar un espíritu contagioso. Que fuera Venustiano Carranza, presidente mejicano, quien ordenó su muerte, no es tan importante. Carranza era un agente secundario, fungible, intrascendente para un ideal demasiado alto que no podía destruir.
Raul Castro es otro de esos personajes patéticos. Mínimo, vil, repatingado tres peldaños por encima de lo que merece en la vida, cuando no más. Los ojos pequeños, escondidos tras unas gafas de gran aumento, apenas permiten distingur sus dilatadas pupilas. Se le ve caminar con movimientos pesados hacia un atril y agarrar un micrófono. Es tan pequeño que no se le ve, le queda demasiado alto. Un atril concebido seguramente para el tamaño de su hermano Fidel.
Busca ocupar un lugar en la historia que le supera. Como Carranza, y por segunda vez, Raul ha querido eliminar a Zapata, volver a mutilar cualquier anhelo de justicia, llámala como quieras. Igual que Carranza, igual de inútil.
Esta vez es otro Zapata, Orlando Zapata, quien ha sido muerto en una emboscada urdida por el politburó cubano. O quizá Zapata no sea tan otro. A lo mejor son el mismo, o casi. Ninguno de los dos era más que albañil, campesino de familia famélica, cansado de vivir en la miseria.
Orlando Zapata sólo equivocó el lugar y el momento. Lo apresaron en 2003, cuando 75 intelectuales fueron también detenidos, acusados de conspirar contra la revolución cubana y condenados a penas de hasta 28 años de cárcel, tras juicios sumarios y sin defensa. Había ingenieros, profesores, periodistas… pero Zapata, no.
Zapata no era más que un albañil desubicado. Le cayeron unos pocos años, básicamente para que aprendiera qué compañías no debía frecuentar. La cárcel lo devolvería al redil. Como no fue así, su condena se multiplicó. El gobierno cubano se encargó de que jamás recobrara la libertad.
Hasta que un día cualquiera Zapata ya no comió, por si alguien escuchaba su voz de protesta. Ochenta días después, lo llevaron a un hospital para reclusos en Camagüey, a sabiendas de que ya era demasiado tarde. Los mediocres, prescindibles, dictadores cubanos lo condenaron a muerte. Verdugos mediocres, pero verdugos.
Todo esto lo sabe Raul mientras escala al atril. Aún así, es capaz de levantar el dedo y acusar al gobierno de Estados Unidos de la muerte de Zapata. Para él es fácil, todavía recuerda cómo ordenó a su piloto personal que, en un avión Sea Fury hecho en Inglaterra, asesinara a Camilo Cienfuegos, el 23 de octubre de 1959. Frente a aquello, esto no es nada. La coincidencia le hace sonreir, las dos muertes tuvieron lugar en Camagüey.
Raul habla. Cuando termina su alocución, plagada de referencias manidas al bloqueo de Estados Unidos, se gira buscando la aprobación del Luiz Inacio Lula, el camaleónico presidente brasileño, de visita en la isla. Al General Raul le brilla el bigotillo fascista. Cree que ha cumplido su misión de cercenar un anhelo de libertad.
En el fondo, es cierto que la cumple, pero su misión es otra: si el estómago de 85 días de hambre de Zapata no fue caja de resonancia suficiente para atraer la atención del mundo, el triste Raul hará que, en el vacío del ataúd, retumben las ondas de su protesta, se extiendan a todo el mundo y no callen jamás.
Raul murió a Zapata de rodillas y ahora, el Albañil vivirá de pie, como un General. Ya, para siempre, el corrido del General Zapata, el mejicano, será también el de Zapata, el cubano: “De la alta aristocracia fue bandido / yo ignoro su criminalidad / Lúcido, a su panteón un ángel ha venido / y lee un libro, entusiasta / Tierra para todos, y Libertad”.
Manuel Giménez.