Cuando somos niños, hay muchas cosas que no nos gustan. Los garbanzos del colegio, la lechuga, las alcachofas, los huevos fritos, yo qué sé. Suele ser que nuestro organismo no está aún preparado para sabores demasiado primarios. Por eso, años después nos cuesta entender cómo no soportábamos la lengua en salsa… o los gintonic. A mí, que por comer me gustaba hasta el comedor del Juan de la Rosa, había otras cosas que me ponían nervioso. Mad Max, por ejemplo. Recuerdo que la primera vez que vi aquella película me resultó incómoda y antipática. La estética era desagradable, sólo se oían gritos, sólo se veían persecuciones a seres inocentes, a quienes llevaban a un lugar llamado “Juzgado” (no es coña), que resultaba ser terrible.
Me parecía la típica americanada (aunque sea australiana) que empieza y termina con una bandera yanqui medio deshilachada por la guerra, ondeando amparada por la victoria de los buenos. Basta leer cómo empieza la segunda parte de la película para entender hasta qué punto es una pantomima: “sólo quedan recuerdos. Una época de sueños frustrados, este páramo. Para comprender, hay que retroceder a cuando el mundo funcionaba a base del combustible negro, y de los desiertos surgían grandes ciudades de tuberías y acero. La guerra de tribus devoró a las ciudades. Sin combustible ya no eran nada. Construyeron una casa de paja. Las máquinas rugientes jadearon y se detuvieron. Los líderes hablaron y hablaron. Nada pudo detener la avalancha. El mundo se tambaleó. Los hombres se comieron a los hombres. Sólo sobrevivían los que se adaptaban a vivir de los desechos”.
En la tele, Zapatero da una rueda de prensa con el presidente ruso. Acuerdan traer grandes cantidades de combustible a España a través de una gran tubería, desde sus ciudades creadas en el desierto. Rusia y España, que se pelean por el combustible negro de Repsol. El mismo día, tribus vascas que se pelean, tribus europeas que niegan la ayuda a sus socios de Europa del Este. En Estados Unidos los conservadores se rasgan las vestiduras porque su nuevo presidente quiere instaurar un sistema de seguridad social y en España no sabemos cuánto durará el nuestro.
Publican los datos del paro. Casi un millón de personas han agotado cualquier subsidio y pronto sólo podrán vivir de deshechos. Me pasan un informe de BBVA sobre la economía española que se ha hecho famoso estos días. Lo leo con avidez y me resulta apocalíptico.
¿Un escenario más sofisticado, un pronóstico igualmente Mad Max?
A veces, la realidad supera la ficción. No digo que éste sea un caso. Probablemente el peligro sólo esté en el concepto de Mad Max, tan antiutópico como la Ciudad del Sol o el Mundo Feliz. Pero en toda verdad hay esperpento y el esperpento siempre tiene algo de verdad. Ya no me parece tan burda la película, quizás haya aprendido algo.
Sin embargo, lo que más nervioso me pone es que miremos a nuestra realidad con desdén. Para nosotros (y cuando digo nosotros, digo a las clases dirigentes), las colas del paro no son muy diferentes, ni más reales, ni nos enternecen más que la huida en tren de Mad Max perseguido por los malos. Pensamos (creo que mi generación particularmente) que el bienestar que nuestros abuelos y padres han construido es infalible y eterno. Siempre fue así; siempre lo será. Somos incapaces de vernos en el espejo de otros países que lo perdieron todo. Argentina, la próspera Zimbabwe, la España republicana. Si un día nos despertamos en Mad Max, la gente seguirá yendo al Carrefour y pagando con la Visa.
Hay que luchar, con crisis o no, para evitar ser conformistas, ahora que nos vienen mal dadas. No nos engañemos. La crisis es nuestra. La deriva también nuestra, pero nosotros somos la solución. Así, cuando el escenario cambie, como lo dijo Tina Turner a Mad Max: “no necesitamos más héroes”.