Con la manta de agua que está cayendo muy pocos se acuerdan ya de aquellos agoreros que pronosticaban el inminente “cambio climático” como si fuera cosa de mañana mismo. Según los meteorólogos este invierno es uno de los más lluviosos desde que se registran los índices pluviométricos. Aún así, para desesperación de muchos, asistimos impotentes a la pérdida en el mar de centenares de hectómetros cúbicos de ese agua porque en nuestros ríos no hay suficientes embalses, ni sus cuencas se encuentran interconectadas entre sí; los tan denostados “trasvases”, contra los que algunos “nacionalistas” declaran su particular guerra patriota. Sin ir más lejos, hace poco más de un año se montó una trifulca monumental entre regantes cuando el gobierno quiso construir una tubería desde el Ebro a Barcelona para garantizar el consumo de la población.
La actitud, muchas veces cerril, de quienes entienden el “ecologismo” como una mera prohibición de cualquier actividad que perturbe el paisaje, provoca, como en el caso que nos ocupa, que con semejante desperdicio de agua se desaproveche también su capacidad hidroeléctrica, obligando a que ese déficit energético se compense produciendo electricidad desde fuentes más contaminantes, como el gas o el petróleo, con el perjuicio añadido (este sí de verdadera trascendencia para la salud medioambiental del planeta) de que ambos combustibles acrecientan el tan temido “efecto invernadero”, causante del cambio climático al que según los científicos nuestro planeta se encamina sin remedio.
Aunque desde los colectivos ecologistas se aboga, y desde las distintas administraciones se promociona la implantación de energías alternativas, es evidente que nuestra dependencia del petróleo aumenta cada día. Las causas de esta dependencia no son nuevas, y entre ellas destaca la errónea previsión de que la implantación de la energía solar y eólica reduciría la demanda energética de origen térmico. La tradicional y radical oposición de los ecologistas a la energía nuclear condujo al cierre prematuro de las centrales nucleares y a que se abandonara esta fuente de energía sin que existieran alternativas equivalentes para garantizar nuestro ritmo de crecimiento. Ello ha contribuido, igualmente, a incrementar nuestro consumo de petróleo, encareciendo la fabricación y el transporte de los productos que lo precisan, reduciendo así la competitividad de nuestras empresas y agravado con ello la crisis económica que padecemos.
A mediados del siglo pasado muchos países apostaron por la energía nuclear para garantizarse un suministro de energía barata y limpia, que les permitiese eludir su dependencia de los inestables países productores de petróleo. Desde entonces, y por razones geopolíticas, la antigua Unión Soviética intentó lastrar el crecimiento y la autonomía energética de Europa occidental, fomentando numerosos movimientos pseudopacifistas y ecologistas que mostraban una imagen meramente capitalista y especulativa de la energía nuclear, exagerando sus riesgos y silenciando su importancia en otras facetas, como la medicina, donde la radioterapia supuso un avance primordial para el tratamiento del cáncer.
La energía nuclear permite obtener electricidad a gran escala; compitiendo ventajosamente con el carbón, el petróleo y el gas natural, pues un solo kilo de uranio (del tamaño de un huevo), produce tanta energía como 2.500 toneladas de carbón (más de 1600 camiones de gran tonelaje). A pesar de todo, no parecemos prever que los combustibles fósiles se agotarán en las próximas décadas, o que su uso es altamente nocivo para el medio ambiente por el temible “efecto invernadero”, principal causante del cambio climático que se avecina.
Convenientemente explotada, la energía nuclear (en un futuro de fusión) puede abastecernos de energía limpia durante siglos, y sus riesgos se minimizan incrementando las medidas de seguridad que garanticen su funcionamiento y la protección radiológica de la población en caso de accidentes. Cualquier actividad humana genera residuos, pero los radioactivos suponen sólo una parte por millón del volumen total de la basura generada en la vida diaria. Además, el 90% de ellos son de vida corta y de actividad media, por lo que su radioactividad se extinguirá antes de tres siglos.
Si no se construyen más pantanos ni trasvases por el impacto irreversible que causan sobre la fauna, la flora y el paisaje, o si se cierran las centrales nucleares porque la radioactividad provoca cáncer. Si los ecologistas más radicales se oponen incluso a que se instalen aerogenadores porque el giro constante de sus aspas causa un “efecto discoteca” que desorienta y enloquece a las aves, o si los cazadores se quejan que donde antaño había un trigal, ahora crecen extensas superficies de placas solares que destruyen el habitat natural de las perdices, los conejos y demás fauna del campo; y por supuesto, si nadie quiere que instalen una central térmica junto a su casa porque los humos ocasionan enfermedades respiratorias, cabe preguntarse cuántos estaríamos dispuestos a vivir sin calefacción, o a desenchufar el frigorífico, la lavadora o el televisor. A veces, hasta se pretenden desmantelar las líneas de alta tensión que transportan la energía.
Desde su descubrimiento, la electricidad ha sido esencial para el desarrollo de la humanidad, pero ante el inminente agotamiento de las reservas petrolíferas y la creciente demanda de energía deberíamos cuestionarnos si la actual moratoria nuclear es una decisión acertada. Sin obviar sus riesgos, quizás las centrales nucleares sean la solución menos perjudicial para el medio ambiente. Lo contrario, entraña el peligro de hipotecar nuestro futuro y el estado del bienestar al que muy pocos estamos dispuestos a renunciar… ni siquiera los ecologistas.