Raras veces un acontecimiento político ha concitado tanto consenso como la elección del nuevo presidente de EE.UU. Barack Obama. Aunque en la conflictiva situación mundial cualquier cambio posiblemente hubiera constituido una esperanza, ésta se acrecienta por la fuerte personalidad del mandatario elegido, y sobre todo por los ideales que defiende y la sinceridad que desprenden sus palabras. Tal vez, el hecho más notorio que acredita esa sinceridad de cambio sea el propio color de su piel, -algo infalsificable-, y que supone un cambio importante respecto al tradicional y rígido –estableshment- político norteamericano, que solía reservar el acceso al poder a la élite de los partidos y vetarlo a los representantes de las minorías y capas sociales menos favorecidas.
Discrepo, por tanto, de la opinión de nuestro ex presidente Aznar cuando calificaba hace unos días que la elección del senador de Illinois era una “exótica” decisión de los electores americanos. Nada más lejos de la realidad, a mi juicio, pues cualquier cargo electo por los ciudadanos merece respeto, y más si lo ha sido por tan abrumadora mayoría como es el caso del nuevo presidente. Pero se equivocan también los que piensan que Obama ha sido elegido por el color de su piel, porque de haber sido así sólo le hubieran apoyado los de su misma raza.
Probablemente, lo que haya decantado hacia él el voto mayoritario de los ciudadanos ha sido su “multiculturalidad”. Hijo de padre musulmán y madre americana, vivió en su juventud en barrios marginales, de los que salió gracias a su esfuerzo personal y al buen provecho de las ocasiones educativas y laborales que le ofreció la sociedad de su tiempo.
Esa es la principal grandeza del pueblo americano: Que han construido un país donde se premia el mérito y donde cualquier trabajador puede hacer realidad su particular “sueño americano” de prosperidad y libertad.
Pero el mérito del nuevo presidente no se queda ahí. Tampoco era él el preferido por la cúpula del Partido Demócrata, que apostaba mayoritariamente por Hillary Clinton como candidata a la jefatura de los EE.UU., pero sin embargo le permitieron continuar en su carrera hacia la Casa Blanca, vista la fuerza arrolladora de sus palabras y su capacidad de liderazgo. La inteligencia natural de Obama ha convertido un partido divido en un bloque donde la otra aspirante es hoy su Secretaria de Estado. Sumar y no dividir, como tan acostumbrados nos tienen nuestros políticos nacionales.
Me pregunto si en España la cúpula política de los partidos permitirían encumbrarse hasta el poder a cualquier candidato que no contara previamente con el –placet- de sus dirigentes, o si le pondrían la zancadilla como hicieron con Borrell. ¿Cuánta gente de provecho se habrá quedado por el camino? ¿Qué pasaría si en España existiera realmente democracia interna en los partidos o si los votantes tuvieran la oportunidad de elegir personalmente a cada candidato en listas electorales abiertas? Seguramente que más de un –tonto- con poder no habría tenido oportunidad de prosperar económicamente si sus jefes no le hubieran metido en el mismo “lote electoral” como quien vende una caja de mantecados surtidos: alfajores, roscos de vino y polvorones -religaos-.
La elección de Obama demuestra también que cuando el pueblo reconoce a un verdadero líder no duda en acudir en masa a las urnas, y la abstención galopante, -esa que está motivada por el hartazgo de una clase política anquilosada y la impotencia ciudadana por removerla de sus mullidos sillones-, se torna en entusiasmo y apoyo a su figura.
Ejemplos así evidencian que nuestra democracia está desfalleciendo por culpa de una clase política huérfana de auténticos líderes, que acapara y pretende perpetuarse eternamente en el poder y que para ello no duda en limitar al mínimo los recursos “democráticos” de los ciudadanos con tal de asegurarse su continuidad y la de los suyos.
Es inadmisible la falta de respeto con la que se reparte el patrimonio de todos cuando para mantenerse en el poder nuestros gobernantes acuerdan -pactos contra natura- con partidos minoritarios o favorecen descaradamente a asociaciones y colectivos de escasa representación social por tal de granjearse su apoyo. Por su culpa se nombran a mediocres y a gentes de escasa cualificación para desempeñar puestos de responsabilidad, sabiendo que el coche oficial y un buen sueldo son la mejor garantía de “fidelidad”.
Indudablemente el pueblo norteamericano tiene muchos defectos, y los ochos años de su anterior mandatario han agravado esa mala imagen, pero sin duda atesoran también grandes virtudes. Son conscientes de que su sociedad, como el resto de las sociedades occidentales, enraízan en el cristianismo y lo demuestran sin ambajes ni disimulos. En la ceremonia de toma de posesión fueron numerosas las menciones a Dios sin que nadie de los presentes se rasgara las vestiduras. Igualmente, conocen el valor de la familia como núcleo esencial de la sociedad y el mismo presidente no duda asistir junto a los suyos a actos oficiales de tanta trascendencia.
Aquí en España, salvo la familia real, la clase política dirigente se avergüenza del sentimiento mayoritariamente cristiano de nuestra sociedad, y desde el gobierno se apoyan sin disimulo campañas publicitarias y opiniones de “filósofos” que atacan sin pudor las creencias religiosas de los ciudadanos, negando a Dios o menoscabando la importancia del matrimonio y el papel de la familia tradicional. Y si no, ¿cuantas veces ha visto usted al presidente español acudiendo a actos públicos en compañía de su familia al completo? Ello se consideraría un acto “políticamente incorrecto” e iría en contra del “apoyo” que le brindan esas asociaciones y colectivos “progressistas” que tanto necesita para gobernar.
Lo que digo: Que está haciendo falta como el comer un “pelín” más de patriotismo, más democracia interna en los partidos y más libertad para que cada uno vote en listas abiertas a sus candidatos preferidos.