El viernes nevó mucho en Madrid. Hacía un frío terrible, cuatro bajo cero y, ya al amanecer, tres centímetros de nieve se amontonaban en los parabrisas de los coches y la calzada. Caían copos como flores de algodón, que en nada se parecían a las oníricas y minúsculas figuras geométricas irrepetibles que salen en las películas. Yo miraba la bucólica escena desde mi casa, consciente de que, a la mochila, maleta, abrigo, guantes y casco de todas las mañanas, iba a tener que sumar los pantalones de plástico y los escarpines. Y así fue. Encima del traje, capas y capas de tejidos impermeables y de abrigo, cuidadosamente unas sobre otras para salir, como cada día, rumbo al trabajo en moto.
La carretera, sobre la que todavía no habían puesto sal, los neumáticos duros de mi Honda y el frío, convertían la escena en un poema. Probablemente por esto, fuera yo el único majarón que sacó la moto ese día del garaje.
Los cuatro kilómetros que tengo hasta el despacho fueron un carrusel de emociones. Sin embargo, esto no tiene nada que ver con la nieve pues, para mí, como cada motero, cada viaje lo es. Desde muy pequeño, en mi casa me enseñaron a vivir con pasión y respeto el mundo de las motos. Sobre el sillín y controlándola con un dedo índice en cada maneta aprendes que, de las muchas formar que hay de sentirse libre, una de ella es dar gas por los carriles perdidos en los alrededores de Ronda, por el Duende, el Tajo del Abanico o la Indiana. Quizá por eso, la moto se convierte en un estilo de vida. Y, quizá por eso, cuando salgo del despacho bien entrada la noche, siempre enfadado, el trayecto de vuelta a casa -algo más deprisa de lo que debiera-, son una manera eficaz de pasar diez minutos conmigo mismo. Tercera, cuarta, mientras sueltas el embrague, las cosas vuelven poco a poco a su sitio. En mi caso, cada decisión que he tomado en la vida ha nacido de un trayecto en moto. En moto voy dándole vueltas a estos artículos de periódico, como en moto he repasado decenas de exámenes camino de la universidad, hasta casi saltarme el semáforo de calle Princesa.
Para alguno, su infancia eran recuerdos de un patio de Sevilla. Los míos siempre fueron en moto. A veces, todavía encuentro por mi armario la camiseta azul del moto club C-339, con la propaganda del Nide en la espalda. El mejor sábado por la tarde era aquél en que podía salir con mi padre al campo. Junto con otros ocho o diez poníamos aceite para motores dos tiempos en la gasolinera del Barrio y allá que íbamos, Tajo abajo. Yo intentaba pegarme a mi vecino Cris, un chavalillo flaco, algo más pequeño que yo, introvertido, pero al que era, y es, un espectáculo verlo conducir. Fuéramos diez o quince, él era el más rápido. Yo, el último, o casi. Detrás de mí siempre venía un tipo con una Huqsbarna, que se aseguraba de que todo saliera bien. Me corregía, intentaba que aprendiera a saltar -sin ningún éxito, todo sea dicho-, que fuera seguro y que disfrutara encima de la moto. Ese tío es el padre de Cris. El mismo que cada domingo subía mi moto en su furgoneta y me llevaba con su familia a Fuengirola o al Puerto de la Torre, Cártama o donde hiciera falta, como uno más.
En realidad, como a Cris había poco que enseñarle, se pasaba la mañana corrigiéndome, hablándome de mecánica, intentando que aprendiera. Los dos sabíamos que de mí no íbamos a sacar al nuevo Kevin Schwantz, pero tampoco hay que serlo para vivir las motos con toda la pasión. Una pasión que implica, ante todo, control.
Cristóbal las conoce y las controla. Y, si algo puede decirse, es que las vive con auténtica pasión. Por eso, cuando vi en el periódico que iba rumbo a América a correr el Dakar, sabía que no había nadie mejor que él para esta aventura. El orgullo que sentí por un hombre de verdad, rumbo a una hazaña que ha perseguido durante años, sólo es comparable al que tendremos todos cuando, triunfante, dé gas de nuevo, por los caminos de Ronda.