Se han pasado una semana a cuerpo de rey hablando de sus cosas, que curiosamente nunca son las nuestras. Qué triste; y qué mala suerte. Así, en Japón se reunían los ocho países más ricos del mundo decidiendo por nosotros sobre los riesgos de la economía mundial, el precio del petróleo o de los alimentos; sobre a qué país del África negra está de moda ayudar y cómo debe ser la ayuda, si una guerra o un embargo, dependiendo probablemente de los recursos naturales que los que ese país disponga. Entre sus cosas estaba renovar los compromisos sobre emisión de gases contaminantes, en previsión de un sustituto para el protocolo de Kyoto, cuya vigencia expira en 2012.
Sin embargo, en menos de un día, todo se ha echado a perder. China e India no han querido formar parte del acuerdo y los países del G-8 han roto el pacto. Una situación catastrófica .
¿Realmente es esto así? Podemos estar seguros de que no. Lo de Kyoto era ciertamente pintoresco. Desde que se firmó en 1997, sólo se propuso que, para 2012, las emisiones de gases contaminantes en el global del planeta se hubieran reducido un 5% con respecto a la cifra de 1990. Esto tiene su cierta lógica, porque como los gases no tienen fronteras, da igual que el ahorro se produzca en Francia que en Singapur, por ejemplo, porque el beneficio para todos será el mismo. A algunos países se les requiere una reducción de hasta la cuarta parte sus emisiones como es el caso de Alemania o el Reino Unido. A otros les basta con quedarse en su nivel, como Francia y, en algunos casos, como el de España y Grecia, se les permite aumentar sus emisiones hasta en una cuarta parte.
Por cierto, que da igual que a España le permitieran aumentar sus emisiones un 15%, porque a día de hoy sigue siendo el país que más lejos está de cumplir sus objetivos.
Pero bueno, a partir de ahí, un circo. Para empezar, a los países en desarrollo no se les impone limitación alguna. China e India, los ejemplos más sangrantes, reclamaban su derecho a joder una parte proporcional del mundo antes de que se les planteara limitación alguna. Estados Unidos no firmó, pues no toleraba la posición de fuerza atribuida a los chinos. Rusia sí que firmó. Nada sorprendente ya que, en 1990, las emisiones de la recién extinguida URSS eran terriblemente superiores a las de la Federación Rusa actual que, por su dramática reducción de emisiones, recibirá importantes ayudas sin haber hecho nada. Un pitorreo.
Hace un par de días tuve la ocasión, además, de conocer a la ideóloga del sistema de compra de emisiones. Graciela Chichilninsky es catedrática de matemáticas y economía de la Universidad de Columbia. Su idea, que fue adoptada por la ONU, consiste en que se fije un límite mundial de emisiones que se divide en distintas cuotas para cada país. Cada nación decide qué hacer con su parte, consumirlo o venderlo en un mercado, en que los que más consumen compran a los que menos. Este sistema ni es justo, ni sirve para reducir emisiones.
Sólo hace que los países más ricos continúen emitiendo cada vez más y que, para comprar derechos al resto de países, empleen sistemas de gran plusvalía que requieran poca inversión en investigación. Los vendedores, generalmente países subdesarrollados, carecen de medios técnicos siquiera para plantear inversión en desarrollo de energías limpias y, con sus derechos a contaminar vendidos, sólo podrán subsistir o, en el peor de los casos, enriquecer a sus gobernantes. Cuando se le preguntó por ello, así como por las mejoras o alternativas a este plan, esta señora, en un arrogante tono mesiánico se limitó a afirmar, autosuficiente, que tiene desarrollada la solución final.
Y no estamos para soluciones finales, sino para alternativas iniciales. Porque con la caída del acuerdo de ayer estamos igual que a principios de los ´90. Rusia, los países productores de petróleo y la prensa conservadora americana acusan a Europa de impulsar las políticas de reducción de emisión de gases contaminantes sólo para estimular el abandono radical de los combustibles fósiles. China acusa a Estados Unidos de pretender frenar su crecimiento y reclama el derecho de los países en desarrollo a contaminar tanto como sean capaces y Europa acusa a China de insolidaria.
Entonces, ¿es una catástrofe? No. Es lo mismo de siempre. Decía Banville, un historiador francés, que el mundo nunca ha ido bien. Pero ¿tiene que ir tan mal?