En la Pedagogía Andariega insistimos en que los maestros y profesores tienen la obligación de conocer en profundidad tanto a los niños y jóvenes con los que trabajan, como a sus padres y el entorno que les rodea. Sin ese conocimiento todo es “dar palos de ciego”, pedagógicamente hablando.
La educación que se imparte hoy en el ámbito escolar adolece de ese grave defecto: sea por la movilidad del profesorado, por el carácter funcionarial que su papel ha ido tomando o por la propia desafección de la sociedad hacia su labor, lo cierto es que bien podemos afirmar que “Nadie conoce a Nadie”. Espinel hace hincapié en la necesidad de ese conocimiento y en el ejemplo consecuente por parte de padres y profesores para llevar a cabo una buena labor educativa.
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Cuando más a gusto me encontraba en casa del doctor Sagredo vinieron a llamar al doctor de un pueblo de Castilla, ofreciéndole un trabajo al que no podía rehusar.
Yo no me quise ir con ellos por temor a los fríos que allí hacen, que estando un hombre como estoy yo en el último tercio de su vida, no se ha de atrever a repetir lo que hizo en su juventud.
Allí se fueron ellos y yo me quedé sin trabajo. para atender mis necesidades me puse en contacto con cierto hidalgo que se había retirado a vivir en una aldea y había venido a buscar a la ciudad un maestro para dos niños que tenía de corta edad. Y preguntándome si quería criárselos, le respondí que criar niños era oficio de amas y no de escuderos. Él se rió y me dijo:
-Tenéis buen ingenio, y a fe mía que habéis de venir conmigo, o ¿es que pensáis que no os hallaréis a gusto en mi casa?
-Ahora sí, pero después no lo sé -le respondí.
-Pues sabed que no os iría tan mal conmigo ya que mi hijo, el mayor, os podrá beneficiar mucho en cuanto herede unas propiedades por parte de su madre, y que ahora están en manos de su abuela. Su tío, el hermano de su madre, es realmente el heredero, pero tiene dos hijos enfermizos que, en muriendo ellos y su padre, mi hijo será quien se quede con todo.
-Si yo entrara en vuestro servicio esperando esa suerte –dije yo- me pasaría a mí como aquel que, deseando hartarse de dátiles, fue hace muchos años a Berbería a por una planta de palma joven. Cuando la trajo, se compró aquí un pedazo de tierra donde plantarla y al día de hoy todavía está esperando a que dé fruto. Así, si tengo yo que esperar a que fallezcan tres vidas, estando la mía en los últimos tercios, sería cosa inútil. Por eso os seré sincero: prefiero seguir con mi pobreza y conformarme con ella, que abrazarme a esa vana esperanza.
-Eso mismo dicen los perdedores, que por no esperar ni sufrir novedades se inclinan a ser pobres de por vida.
-¿Y qué mayor pobreza –le dije yo- que andar a mi edad, probando suerte y andar desesperado acortando con ello la vida y acelerando la muerte? ¿Viviendo sin gusto y con un hambre insaciable de riquezas y fama? La riqueza, o viene por el trabajo bien hecho, o por una herencia, o por antojo de la suerte prestada. Lo uno y lo otro le hace al hombre rico olvidarse de lo que antes era, que, en llegando la muerte, se despedirá de la riqueza de muy mala gana. Una diferencia encuentro entre la muerte de un rico y la de un pobre: que el rico a todos sus herederos los deja quejosos; y el pobre, piadosos.
-Parece –dijo el hidalgo- que nos hemos apartado del asunto que nos traíamos entre manos, que es la enseñanza de mis hijos, y que ha de consistir en educarles en la virtud, el valor, la autoestima y la cortesía, que son cosas que han de resplandecer en personas nobles e importantes.
-En este asunto de la crianza de los hijos hay tantas cosas a tener en cuenta que muchas veces, ni a los propios padres que los engendraron y parieron se les puede encomendar esa tarea. Y ello porque las costumbres y manías se contagian de padres a hijos. Así, si los primeros son cazadores, es posible que los hijos quieran serlo, si valientes, éstos les imitarán, y si se dejan llevar de algún vicio, sus descendientes seguirán por el mismo camino. Por eso es tan importante la siembra que se realiza en ellos cuando son chicos, porque una yerba tan humilde como la achicoria, si se siembra en sitio generoso se convierte en una hortaliza espléndida; pero si un ciprés tan eminente y alto se planta en una raquítica maceta, se volverá un arbolillo enano y miserable.
Y si a los animales, por naturaleza bravos, nacidos y criados en montes incultos y breñas, como les pasa a los jabalíes, osos o lobos, los crían entre personas, vienen a ser mansos y sociables; y si a los domésticos los dejan en libertad e irse a los montes, se tornan tan feroces como las mismas fieras.
En el tiempo del potentísimo Rey Felipe Tercero, anduvo una leona en los patios del Palacio, y jugaban los pajes con ella y si alguien le hacía daño venía a buscar amparo en sus piernecitas. Y en tiempo del prudentísimo Felipe Segundo, en Gibraltar se tiró un lechón de cochino al monte que está sobre la ciudad y vino a volverse tan fiero que en cuatro o cinco años a cuantos perros le echaban él los destripaba. Que es tan poderosa la crianza, que hace de lo malo bueno, y de lo bueno, mejor; de lo inculto y montaraz, cultivado y manso; y por el contrario, de lo humilde, intratable y feroz.
-De sobra sé –dijo el hidalgo- que es importantísimo criar bien a los hijos, porque de ahí se deriva su vida y honra, al tiempo que la quietud y descanso de sus padres.
-Los maestros –intervine yo- deben enseñar con su ejemplo y costumbres más que con enseñanzas morales llenas de superflua vanidad. Fijaos en el ejemplo de la zorra que puso una academia para enseñar a cazar. Un lobo, enterado de aquello, como se hallara viejo y sin colmillos le rogó a la señora zorra que le enseñase a cazar a su lobezno, ya que le veía con aptitudes y le podría mantener a él y a su madre durante la vejez. La zorra recibió a su alumno con entusiasmo. Lo primero que hizo fue apartarle de sus atrevidas inclinaciones como eran las de acometer a reses grandes, y enseñarle, en cambio, las raposerías que ella solía llevar a cabo por su natural instinto. Y se dio tan buena maña, que en menos de un año el lobillo se convirtió en un excelente cazador de gallinas. Se lo devolvió la zorra a sus padres, con lo que pensaron que tenían un hijo que arrasaría con todo el ganado de la campiña. Le enviaron a buscarse la vida, quedando ellos a la espera de que también trajera algo de caza para ellos mismos. Y habiendo permanecido ausente día y medio, volvió con una gallina y herido de muchos picotazos. Viendo el lobo la mala educación que le habían impartido, dijo: “Está claro que nadie puede enseñar lo que no sabe; me dejé engañar de la zorra por no educar yo mismo a mi hijo. Y todo por mi propia holgazanería y comodidad. “Hijo –le ordenó- venid aquí”. Y mostrándole unas terneras cerca de un cortijo, le dijo: “Aquella es la caza que debéis cazar”. Y apenas acabó de mostrárselas cuando, las vacas, avisadas del peligro que corrían sus crías, las cercaron y se pusieron a trompar con sus cuernos al pobre lobillo. Y hasta tal punto, que allí quedó en el suelo deshecho y moribundo. El padre, que debido a su ancianidad no pudo vengar la muerte de su hijo, se volvió a su guarida musitando: “La mala enseñanza no tiene medicina; y la malas costumbres de un mal maestro, vuelven al hijo siniestro”.
-¿Y qué virtudes he de hallar en una persona para que sea maestro de mis hijos, además del buen ejemplo? –preguntó el caballero.
-En primer lugar, que tenga experiencia o, a lo menos, que tenga los aceros de la juventud gastados –edad en que con dificultad se puede ser sabio y prudente por la falta del tiempo que ha transcurrido, y que es quien nos hace previsores y recatados-. Y si ha de ser joven, sea tal que le alaben los viejos experimentados en ciencia y bondad. Así, ha de estar el maestro dotado de mansedumbre y gravedad, para que sus alumnos le amen y respeten al mismo tiempo. Su modestia y buenas cualidades queden grabadas en los alumnos de modo que vengan a ser un espejo donde éstos se miren.
Y volviendo al ejemplo de la zorra, -concluí diciendo- el maestro ha de ser de buen origen y crianza, templado, vergonzoso, sincero, reservado y humilde, aunque, eso sí, con arrojo y valor.