“Tienen los médicos la obligación de ser dulces y afables, de semblante alegre y palabras amorosas… Que sean corteses; que toquen y acaricien al enfermo de modo que parezca que sólo su visita ya les ha traído mejoría”.
Este asunto de los médicos, y el consiguiente alivio de las enfermedades, lo tenía D. Vicente más que claro. Sus reflexiones nos resultan proverbiales hoy. Aquejado como estaba del mal de “la gota”, las observaciones que hace sobre el devenir de su propia dolencia le llevó a sacar conclusiones que hoy clasificamos como determinantes. Así, de forma sabia, nos orienta sobre el cuidado que el propio enfermo debe tener de sí mismo: “Al enfermo que no se cuida a sí mismo, no le aprovechan los remedios de los médicos ni de las medicinas; más al que se esfuerza y ayuda a sí mismo, todo le alivia y alienta.
La caridad ha de comenzar por uno mismo: si yo no cuido de mí mismo, ¿qué ventaja me aportará que me cuiden los demás?”
Decanso cuarto
-¿Para qué se la ha de sangrar? –pregunté yo.
-Por los moratones que le han salido a consecuencia de la caída -me respondió el doctor.
-¿Pues se cayó acaso –pregunté yo- de la torre de la iglesia de San Salvador para que se le ponga ese remedio?
-Sabéis poco de medicina –me corrigió el doctor- que de esas contusiones de lapso, habiéndose removido las partes hipocondríacas y renes podría sobrevenir un profuluvium sanguinis irreparable, y del livor del rostro quizás pudieran quedar cicatrices perpetuas.
-Y luego –dije yo- vendrá el arturo meridional, y la circunferencia metafísica del vegetativo corporal, a evacuarse la sangre del hepate…
-¿Qué decís –me preguntó extrañado el doctor- que no os entiendo?
-¿No me entiende? –dije yo-. Pues menos le entiende su mujer a vuesa merced. ¿Para decir que “de la caída puede venir un flujo de sangre y quedar señalado el rostro”, se han de decir tantas pedanterías? “Lapso”, “hipocondrios”, “profluvio”, “livor…”, mándele que se ponga un poco de bálsamo, ungüento blanco o zumo de hojas de rábano y olvídese de todo lo demás.
-No creo yo que con esos remedios me venga a poner peor que con los vuestros–dijo ella riendo-. Lo que siento es que se me han quitado las ganas de comer…
-Poneos –dijo el doctor- unos absinteios en la boca del ventrículo y echaos un clistel, que con esto, una fricación en las partes inferiores, y la exoneración del ventrículo, cesará ese mal.
-¿Otra vez con lo mismo? –volví a criticarle-. ¡No hay quien entienda un lenguaje tan enrevesado como el que utilizan estos médicos jóvenes!
-¿Qué pretendéis? –se ofendió el doctor- ¿Acaso que los hombres doctos hablen con la misma jerga que los incultos?
-En cuanto al conocimiento de las enfermedades no, desde luego; pero en lo referente al lenguaje ¿por qué no han de hablar de forma que se les entienda?
El Conde de Lemos, don Pedro de Castro, yendo a visitar Galicia, como era tan grueso y bebedor de agua, debido al cansancio del camino, le entraron unas “hemorroides”, y como no le acompañara ningún médico, su ayudante Diego de Osma, le aconsejó: “Aquí hay uno que está deseando tomarle el pulso a Vuesa Señoría desde hace días”. “¡Pues llamadle!”, dijo el Conde. Le llamaron y el buen hombre, en cuanto supo de la enfermedad que padecía, se dispuso enseguida a utilizar la retórica medicinal por parecerle que así se ganaría la confianza del Conde, diciendo: “Beso las manos a Su Señoría”; y el Conde: “¡En buena hora vengáis, doctor”. Prosiguió el médico: “Me han dicho que Su Señoría está malo del “orificio”. “¿Orificio? –repuso el Conde-. Hablad más claro, que no os entiendo”. “Señor –dijo el falso doctor-, orificio es aquella parte por donde se inundan, exoneran y expelen las inmundicias interiores que restan de la decocción del mantenimiento”. “Hablad más claro, Doctor, que sigo sin entenderos” -volvió a insistir el Conde. Y el médico: “Señor, orificio procede del latín os, oris; y de facio, facis; quasi os faciens; porque, lo mismo que tenemos una boca por donde entra el mantenimiento, tenemos otra por donde sale el residuo”. El Conde, aunque enfermo, muriéndose de risa por tanto disparate, le contestó: “Pues a ese orificio, señor médico, en castellano se le dice “ano” o “culo” si lo preferís, así que iros a otra parte a curar, que pretendéis disimular con palabras raras y retórica lo poco que sabéis de mi enfermedad…”
Y es que –me parece a mí-, que lo que alivia a los enfermos es que el médico les hable en un lenguaje que entiendan. Tienen, además de esto, la obligación de ser dulces y afables, de semblante alegre y palabras amorosas; incluso que utilicen bromas con que alegrar a sus enfermos. Que sean corteses, limpios y que huelan bien; que toquen y acaricien al enfermo de modo que parezca que sólo aquella visita les ha traído mejoría. Observen si tiene el enfermo la cama limpia y aseada y hagan lo mismo que el doctor Luis del Valle, que a todos sus enfermos transmite buenas esperanzas sobre la recuperación de la salud.
Hay algunos médicos tan ignorantes en el trato con sus enfermos que sin estar una persona enferma, por encarecer más su trabajo y subir su ganancia, les dicen que está muy en peligro. ¡Y eso sin decir nada, del poco conocimiento que tienen de las enfermedades y en la aplicación debida de las medicinas!
-¡Eso que decís –dijo mi amo- de andar con tanto mimo con los enfermos y entretenerse en esas niñerías, es propio de médicos viejos! Nosotros, los neoteóricos, vamos por otro camino; que para lo que es curar tenemos el método de purgar y sangrar, con otros remedios empíricos de que nos valemos.
-Por eso precisamente, huyo yo –le dije- de curarme acudiendo a médicos jóvenes, que por fiarme de un joven amigo mío, joven en edad y experiencia, cuando por primera vez me entró “la gota”, salí tan mal parado que acabé peor de lo que estaba. ¡Y tan harto, que me he especializado en mi propia enfermedad! De modo que he llegado a saber lo que me conviene y lo que no. Así, vivo evitando los sitios húmedos; no bebiendo entre comida y comida y siempre mejor agua que vino; no cenando, y dándome todas las mañanas, antes de levantarme de la cama, una fricción desde la cabeza hasta los pies, con mucha fuerza. Y cuando me siento cargado me provoco un vómito; y con esto y la templanza en otras cosas, encuentro mucha mejoría.