Opinión

La innombrable

Antonio Sánchez Martín.

Como sucedió en el cuento, de tanto anunciar –que viene el lobo-, la gente acabó ignorando los avisos de las autoridades financieras que alertaban sobre las gravísimas consecuencias que provocaría la explosión de la burbuja inmobiliaria creada en nuestro país.

El mismo Banco de España venía advirtiendo que el precio de la vivienda estaba sobrevalorado en un 30 %, y que difícilmente las constructoras podrían vender todas sus promociones al ritmo que se estaba edificando, muy superior al del resto de Europa. A pesar de todo, casi nadie hizo caso y mucha gente, animada por los bajos tipos de interés y la facilidad con que los bancos prestaban el dinero, empeño temerariamente hasta el último euro de su sueldo para adquirir una vivienda a un precio muy por encima de sus posibilidades. Esos mismos “optimistas” se encuentran ahora ahogados por culpa de una hipoteca impagable y al alza por la subida del euribor, que tendrán que afrontar sus herederos dado el largo plazo suscrito, y eso si antes no se la queda el banco.

Y así, endeudados hasta las cejas, el pasado verano el panorama económico mundial empezó a cambiar. Los tipos de interés comenzaron a subir y los alimentos experimentaron un brusco ascenso por la crisis de los “biocombustibles”.

La cesta de la compra se disparó y fue el primer golpe al bolsillo de la economía familiar. Acto seguido, el petróleo inició una imparable escalada de precios, incrementando con ello los costes de producción y el transporte, provocando una fuerte pérdida de competitividad en las empresas. Y ya, con los precios por las nubes, en EE.UU. explotó la crisis de las “hipotecas basuras” que hizo temblar al mundo financiero. Al principio nadie entendía muy bien de qué iba la cosa, ni el alcance que llegaría a tener. Eran hipotecas dadas a clientes de alto riesgo cuyos títulos se negociaron en los mercados financieros. Al final, las entidades que las compraron descubrieron el engaño y tuvieron que afrontar grandes pérdidas.

A finales del pasado año la economía de las familias ya comenzaba a resentirse, pero no se dispararon las alarmas porque el gobierno, en precampaña electoral, intentaba tranquilizarnos con previsiones halagüeñas y repartía los “beneficios” del superávit presupuestario como si de una empresa bursátil se tratara.

Mientras tanto, a pesar que las bolsas mundiales sufrían fuertes pérdidas y que la prensa financiera alertaba del alto riesgo de que la crisis pudiera contagiarse a nuestro país, el gobierno aseguraba que no había nada que temer porque -España jugaba en la Champions League de las economías europeas-, y nuestro sistema bancario estaba inmunizado frente a esos avatares. Pero la realidad fue tozuda, y a finales de año la venta de viviendas cayó con fuerza provocando el inmediato aumento del desempleo. A pesar de todo, el gobierno se resistía a hablar de crisis, a la que como mucho tildaba de “desaceleración”, y afirmaba que en el 2008 creceríamos alrededor del 3%.

Naturalmente, en plena campaña electoral el gobierno siguió negando la crisis –por activa y por pasiva-. Once millones de españoles le creyeron, y el PSOE volvió a ganar las elecciones. Crecido, Zapatero eludía el tema a toda costa, mientras sus ministros bromeaban y buscaban eufemismos paliativos para evitar nombrarla: -Desajuste presupuestario, suave desaceleración, cualquier frase servía para ocultar la gravísima situación. Y mientras el gobierno miraba para otro lado, los alimentos, el petróleo y los tipos de interés proseguían su ascenso imparable, igual que el paro y el número de empresas en suspensión de pagos.

La morosidad se multiplicó en apenas unos meses y, por si fuera poco, la crisis afectó también a nuestro sistema financiero. Los bancos endurecieron sus condiciones crediticias, y las empresas comenzaron a sufrir problemas de liquidez que los bancos agravaban al no concederles nuevos créditos.

Ante una situación difícilmente sostenible, los transportistas se declararon en huelga y el país se paralizó por completo, aumentando aún más las pérdidas de las empresas. Cuando cundió el desánimo general y las encuestas mostraron un fuerte grado de desconfianza social hacia el gobierno, el propio presidente, sin más remedio, tuvo que reconocer en un programa de televisión que la -desaceleración era más fuerte de lo previsto y que este año creceríamos por debajo del 2%, porque la crisis ya afectaba a nuestra economía-. El primer trimestre arrojó un aumento del paro más elevado de lo esperado y el gobierno tuvo que rebajar de nuevo la tasa de crecimiento al 1,6%, y a menos del 1% para el año 2009.

Aún así, todavía hoy nadie del gobierno acepta públicamente que estamos en crisis y en recesión. Tampoco reconocen lo que todos suponemos: Que la crisis será larga, que tardaremos en salir de ella más de lo previsto y que lo peor aun está por llegar. En contra de sus previsiones ya hemos caído en déficit, y al parecer seguiremos así varios años. Al negar tozudamente la realidad el gobierno ha perdido su credibilidad y pocos confían en las medidas adoptadas, entre otras: conducir más despacio, montar en bici, bajar el aire acondicionado y cambiar las bombillas. Sencillamente, ridículo.

La crisis la sufrirán, como siempre, los “currantes”, que será a quienes les toque –ajustarse el cinturón- una vez más; mientras el gobierno, en lugar de buscar medidas eficaces, especula sobre cuál habría sido la actitud de la –derecha- en esta crisis: “Ellos hubieran rebajado los salarios y recortado el gasto público” –afirmaba en un mitin el secretario general de los socialistas-. Todo vale para culpar a otros del “marrón”.

Mientras tanto, para evitar que cunda el pánico y por decreto de Presidencia del Gobierno, se ha prohibido terminantemente el uso de la palabra “crisis”. -Es innombrable y su uso será perseguido legalmente, afirmó.

En su lugar se incorporará al diccionario la palabra “miembra”-. En cualquier país serio un gobierno así no duraba ni tres días, pero ya sabemos que España es diferente.


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